La historia ha evidenciado una evolución de las lenguas naturales a lo largo de los siglos. Las lenguas romances, por ejemplo, no siempre existieron tal como se conocen actualmente, sino que tuvieron un desarrollo que tiene sus orígenes en el latín, la lengua principal de la romanización cuya decadencia llevó a la creación de variables culturales que derivaron en un latín vulgar y, posteriormente, en la creación de diversas lenguas (ahora denominadas romances) como el francés, español, italiano, portugués, rumano y catalán, que caracterizaron estados completos.
El proceso de identificación de una lengua con su cultura, la exponencial expansión de esta por el mundo y su caracterización y descripción en diccionarios, gramáticas, corpus generales y demás tecnologías del lenguaje ha representado una homogenización y construcción de lenguas de prestigio para la circulación de la ciencia, la cultura y la economía, lo cual ha dejado rezagadas las lenguas minoritarias que obedecen a procesos de comunidades lingüísticas diferenciadas, como las lenguas de pueblos indígenas y gitanos, las lenguas criollas y las lenguas de señas. En el caso de estas, los grados de integración social han sido más lentos y complejos, teniendo en cuenta que solo a partir de la constitución de 1991 se dio en Colombia una apertura al reconocimiento lingüístico de las demás comunidades, lo que implicó la identificación de otros territorios, derechos, costumbres y prácticas y el reconocimiento de que sus lenguas han de tener un respeto equivalente al de la lengua oficial del país.
A continuación, se ilustrará el caso específico de la trayectoria de la lengua de señas, la identificación de la seña como un componente de comunicación, su caracterización lingüística y la apropiación de esta en diferentes países.
Los primeros estudios sobre enseñanza de lenguas de señas se le atribuyen al abate francés Charles Michel de l’Epée (1712-1789), quien las utilizó en su país para instruir a personas sordas, generando un proceso de escolarización sobre la base de la gramática francesa. En el contexto en que se presentan estos primeros indicios de formación en lengua de señas, las personas sordas no tenían acceso a los sistemas estatales de formación, pues, aunque se consideraba que podían entender, no se le asignaba un valor específico a la lengua de signos. No obstante, en 1776, l'Épée logró crear el primer centro de formación en lengua de señas francesa para las personas en situación de vulnerabilidad con problemas de sordera. Así se generó el primer proceso histórico reconocido como sistema de enseñanza de una lengua de signos a una población sorda, lo cual redundó en el fortalecimiento de la comunicación entre la comunidad sorda y la oyente, permitiendo que los individuos con sordera, históricamente excluidos, alcanzaran ciertos niveles de escolaridad y constituyendo a l'Épée como el primer referente de formación en señas a nivel mundial.
Este proyecto lo continuó el abad Roch-Ambroise Sicard (1742-1822), quien creó la primera escuela para sordos en París e implementó el sistema del deletreo para estudiantes sordos y sus docentes. Durante la época, la comunidad sorda todavía era definida bajo el concepto de incompletud evolutiva por adolecer de, lo que se consideraba, un verdadero lenguaje, es decir, la oralidad; no obstante, el panorama cambió sustancialmente en Francia con la Revolución Francesa y su proclamación sobre la libertad, igualdad y fraternidad para todos los hombres, donde se incluía, naturalmente, a los sordos. En este cambio fue sustancial la presencia de Sicard, quien logró demostrar durante el momento político que atravesaba dicha revolución la importancia de formar a la población con discapacidad, logrando resultados importantes como la creación de la Institution Nationale des Sourds‐Muets de Naissance, un espacio para la enseñanza a la población sorda, y la asignación de estímulos económicos para el ingreso de algunos estudiantes a esta, por lo que la escuela no recibió solo a las personas con dinero, sino también a aquellos individuos de escasos recursos que no tenían los medios para costear este tipo de educación.
Oviedo (2007a) señala que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX fueron comunes las demostraciones en público de las habilidades de la comunidad sorda para mantener la escuela de Sicard (exhibiciones que ya habían comenzado con l’Épée), quien solía hacer eventos donde la gente de París les hacía preguntas a los estudiantes sordos vía oral o por escrito, los profesores hacían la debida traducción a lengua de señas y los estudiantes respondían con total exactitud en la lengua de signos. Esta actividad se consideró como un componente básico de sostenibilidad económica para la escuela de Sicard y, al mismo tiempo, un atractivo para la comunidad oyente de la ciudad.
Otra faceta de Sicard es explorada por Weiner (1987) en la Gallaudet Encyclopedia of Deaf People and Deafness, donde describe al abad como un pro monárquico que tuvo muchos problemas con los partidarios de la Revolución Francesa, quienes deploraban las instituciones religiosas y optaban por un Estado laico. Según Weiner, esta contradicción entre las ideas de Sicard y el espíritu imperante de su época (así como el temor de ser asesinado en su país) lo llevó a exiliarse en Londres, ciudad donde conoció a Gallaudet, quien llevaría posteriormente el sistema de educación de sordos a los Estados Unidos.
Oviedo (2007a) cuenta el caso de Víctor de Aveyron, un joven que era considerado completamente salvaje por no haber tenido ningún contacto lingüístico con otros seres humanos y que, por esto mismo, no podía ingresar en los modelos de enseñanza tradicionales franceses. Ante dicho panorama, fue sugerido que lo enviaran a la escuela de Sicard, quien se jactaba de llevar a los niños que entraban en esta del estado “salvaje” a la “civilización”. Para dicha labor, el abad contrató al médico Jean‐Marc Itard, quien comenzó el tratamiento de la sordera de Víctor como una patología, introduciendo la oralización en la enseñanza y descartando la lengua de señas, por ser un sistema lingüístico propio para enseñar a los sordos. De allí que para el siglo XVIII se comenzara a aplicar en la escuela de sordos la terapia oral y el proceso de habla del francés, lo que daría apertura al oralismo, uno de los principales cambios en la doctrina fundada por l’Épée sobre la formación de sordos. Esta tendencia tenía un fundamento médico que identificaba la ausencia de oralidad en la comunidad sorda como un elemento que se debía “regenerar” o “sanar” por medio de tratamientos médicos que tenían su énfasis en la articulación sonora del lenguaje y dejaban a un lado los procesos de las señas. Los seguidores de este movimiento se denominaron oralistas, surgieron en Alemania y consideraban que no se podía adquirir un lenguaje sin el habla, porque no existiría una relación entre los procesos cognitivos y el acto comunicativo. En este debate, denominado oralismo contra manualismo (Stokoe, 1960), prevaleció este último, con el cual se continuó creando centros para sordos en el resto del mundo.
En el marco de los estudios históricos sobre la lengua de señas se ha invisibilizado la figura de Juan Pablo Bonet, quien para la primera mitad del siglo XVII ya había escrito su obra Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los mudos (1620). Aunque sus trabajos fueron precursores del desarrollo de la enseñanza de la fonética española y de la pedagogía para la enseñanza a la población sorda, el aragonés Bonet ha sido históricamente ignorado y pocas veces incluido en la selección histórica del desarrollo de la lengua de señas.
Como lo señala Gascón (2007),
... el motivo de la desidia o de la ignorancia general sobre la vida o sobre la obra de Juan de Pablo Bonet obedeció, y obedece, a causas muy profundas dentro de las cuales han jugado un papel fundamental, particularmente desde el siglo XVIII hasta finales del nuestro, diversos elementos muy renombrados de la Iglesia española, entre ellos cabe destacar a Nicolás Antonio, inquisidor, a Jerónimo Feijoo, benedictino, o Juan Andrés Morell, jesuita, o a Justo Pérez de Urbel, benedictino, todos ellos más proclives a ensalzar los méritos de los suyos y propios, se lo merecieran o no, que los de los ajenos y laicos, como fue el caso de Pablo Bonet (pp. 1-2).
La obra de Bonet, afirma este autor, ha sufrido procesos de interpretación y adecuación a su contexto y su persona no fue visibilizada ni valorada en relación a la formación para sordos desde el siglo XVI hasta el XIX, lo cual no es poco, teniendo en cuenta que ya para el siglo XVIII se habían expandido escuelas para sordos por toda Europa y Estados Unidos como, por ejemplo, el Real Colegio de Sordomudos de Madrid, en 1802.
Como lo analiza Pedro Martínez Palomares (2016) en su tesis doctoral, ya a finales de 1700 crecía en España la fama de los maestros para sordos, pues los progresos franceses en formación de sordos iniciados por l’Épée y Sicard llegaron a España impulsados por las corrientes humanísticas de la Revolución Francesa, la formación clerical española y los avances en investigaciones de formación para sordos que ya habían realizado autores como Bonet y Fijoo, entre otros. En su principio, el Real Colegio para Sordomudos de Madrid tuvo como objeto no solo promover el desarrollo de las letras y la competencia lingüística de la comunidad sorda, sino también instruir a esta en habilidades relacionadas con las artes y otros oficios que desarrollaran el aspecto productivo de los estudiantes; era, pues, una educación que tenía por objeto no solo la formación lingüística sino también el trabajo, respondiendo al ánimo productivo de la época.
Uno de los principales retos señalados por Martínez (2006) para el Colegio fue la adquisición de un alfabeto manual que permitiera la comunicación escrita de los estudiantes con la sociedad. Según afirma el académico, no hay evidencia de material pedagógico que dé cuenta sobre un método claro de enseñanza de lenguas que utilizara el Colegio Real en sus principios; al parecer no se usaban campos semánticos ni listas léxicas de aprendizaje, sino que primaba el desarrollo de la memoria, con lo cual los estudiantes memorizaban unidades léxicas sin ninguna relación clara entre sí y que no correspondían a un modelo de enseñanza determinado ni ofrecían una explicación clara en cuanto a competencia lingüística. En este sentido, primó la capacidad nemotécnica de los estudiantes, que era aplicada en su máxima expresión al no existir claros ejemplos didácticos de la enseñanza de la lengua de señas.
Uno de los maestros que cambió esta realidad fue José Miguel Alea, quien defendió de modo ferviente la enseñanza para la población sorda en España ante académicos y familias que consideraban este asunto como un tema sin importancia social. El método empleado por Alea provenía de los principios creados por l’Epée sobre el habla de los sordos a través de los labios. Este esquema consistió en enseñar a los sordos españoles a leer el movimiento de los labios para comprender a su interlocutor, proceso que se denominó “buco-lingual”, y buscaba una correspondencia entre la pronunciación del interlocutor y un alfabeto labial que decodificaba el movimiento de los labios para la comprensión en comunidad. Este método cambiaría la visión española sobre la formación de sordos y sobre el individuo sordo en general. Las reflexiones de Alea desembocaron en algunos resultados que publicó en el periódico Variedades de ciencias, literatura y artes entre 1803 y 1805 y que recoge Martínez (2016) en los siguientes ítems:
a) los sordo-mudos sin instrucción son personas inteligentes que expresan ideas con su “lenguaje de acción”; b) no hay sordos, ni siquiera entre los no enseñados, en quienes con ese lenguaje no se exciten las operaciones propias de la imaginación y memoria (en contra de lo que pensaba Sicard, director del Colegio de París, quien los reducía a una clase de animales); c) la diferencia del aprendizaje inteligente entre sordos y oyentes reside en la vía de acceso a la información, el “lenguaje de acción” se dirige a la vista y los sonidos al oído y, en ambos casos, “aprender” se realiza de la misma manera; es decir, viendo los gestos y oyendo los sonidos en el contexto y las circunstancias que le dan significado; d) por último, [Alea] encontró a los sordo-mudos tan capaces como los oyentes “sin que se diferencie su educación más que en el método y en el tiempo”. En cuanto al método, aunque admitía tres cauces para llevar a cabo una buena enseñanza: a) por gestos, b) por la pronunciación y la lectura labial y c) por gestos, pronunciación y escritura al mismo tiempo; Alea se inclinaba por los dos últimos como los caminos más acomodados a los sordos, siendo el último “el que se ha adoptado hoy en esta enseñanza” en el colegio madrileño. (p. 17).
Como se hace evidente, la visión de Alea sobre los sordo-mudos abandona toda representación del salvajismo y de las consideraciones ajenas a lo humanístico. Este rescata los fundamentos de L’Epée en el imperativo del “lenguaje de acción”, que no solo se manifiesta por componentes orales sino también a partir de señas, y, además, descarta los mitos sobre las diferencias cognitivas entre oyentes y sordos, pues se creía que estos últimos no tenían cultura y eran menos inteligentes e incivilizados. Los postulados oralistas, incluso, aseguraban que la capacidad del habla era un requisito para ser considerado persona, afirmación ampliamente debatida y juzgada por la historia.
Otro punto básico en la defensa de Alea era el acceso a la información, pues como lo describe Stokoe (2004), la visión y el habla fueron esenciales para el desarrollo del lenguaje en los primeros seres humanos, pero también las manos tuvieron un lugar central al posibilitar los gestos y las señas naturales que producen estos para señalar, indicar y describir su entorno. En consecuencia, la ruta de acceso a la información podía ser procesada y emitida vía oral o a través de rasgos manuales, lo que implicaba que las señas no debían ser consideradas como un elemento de incapacidad frente a los oyentes.
Otro ejemplo de formación de escuelas de sordos en Europa lo constituye Thomas Braidwood, un profesor de matemáticas que dictaba clases en una escuela de Edimburgo, considerado el precursor de la formación de sordos en el Reino Unido, bajo un enfoque oralista. El reconocimiento de Braidwood surge con el caso Shirreff, un niño de nueve años que había perdido la audición a los tres años y fue encomendado al profesor para que le enseñara a hablar, proceso que tardó cerca de cinco años, luego de los cuales Shirreff logró hablar y Braidwood se convenció de la eficacia de su método (Oviedo, 2007b).
Este logro llevaría a la fundación de la Academia para sordos y mudos, escuela que tendría una gran incidencia, inicialmente en Edimburgo (1766) y luego en Londres (1783). Durante este tiempo se publica la obra de Francis Green Vox oculis subjecta: a dissertation on the most curious and important art of imparting speech and the knowledge of language to the naturally deaf and (consequently) dumb; with a particular account of the academy of Messrs. Braidwood of Edinburgh, producto del tratamiento que realizó Braidwood al hijo de Green.
¿Sabías que…?
Uno de los referentes en la creación de las primeras escuelas de sordos en el Reino Unido fue Thomas Braidwood. Actualmente existe la British Sign Language (lengua de señas británica), que puedes consultar en la web.
Braidwood aceptaba pocos estudiantes en su escuela. En esta desarrolló un método que se denominó “combinado”, el cual consistía en el uso conjunto de la lengua bimanual del Reino Unido y las señas naturales para poder acceder al habla. Dentro de la biografía que hace Alejandro Oviedo de los Braidwood, se explican varias características esenciales para comprender el desarrollo de la formación de sordos en el Reino Unido y, posteriormente, en América. En primer lugar, la academia de Braidwood tenía un marcado interés elitista, lo que presentaba una diferencia central con L’Epée, en Francia, y Alea, en España. Las familias tenían que ser muy acaudaladas para poder ingresar a sus hijos en esta escuela y no todos los individuos que lo necesitaban tenían acceso a ella. En segundo lugar, esta escuela se caracterizó por el secreto del método utilizado, pues Braidwood y sus descendientes nunca revelaron los componentes didácticos y pedagógicos que eran utilizados, alegando que era un negocio de lucro familiar y no debía ser divulgado (Oviedo, 2007b).
Esta tendencia privada se rompería con Joseph Watson, quien utilizó los mismos principios de la escuela de Braidwood para fundar el London Asylum for the Deaf and Dumb (1792), primer instituto de enseñanza pública para sordos y mudos en Londres. Posteriormente comenzarían las críticas al modelo de Braidwood, pues algunos consideraron que sus resultados no eran tan competentes y abundaban en deficiencias. Entre los detractores de este método se encontraba Thomas Hopkins Gallaudet, un joven pastor norteamericano que estudió derecho en Yale y viajó a Londres impulsada por Alice Cogswell (una niña sorda) con intenciones de replicar el modelo de enseñanza inglés en América. Gallaudet pudo conocer el método el Braidwood y consideró que era en exceso costoso y deficiente como modelo de aprendizaje para personas sordas (Oviedo, 2007b).
Después de su viaje a Londres, Gallaudet visitó París en 1816, donde aprendió la lengua de señas francesa gracias al conocimiento que tuvo sobre los trabajos de Sicard y Laurent Clerc, quienes le demostraron las bondades de este sistema en los sordos, pues si bien estos no hablaban, sí tenían un buen manejo del sistema de signos y un amplio rango de participación en la cultura de los oyentes a través de la escritura o las señas. Esta demostración de un nuevo método tuvo gran impresión en Gallaudet, quien regresa a Estados Unidos y funda, junto a Clerc, la primera escuela de sordos de Norteamérica (Oviedo, 2007b).
Megan Payne (2010) describe la importancia de la lengua de señas en los Estados Unidos como una silent language (lengua del silencio), una lengua de la privacidad que permite la comunicación tanto como las orales. Así fue propuesta en los Estados Unidos por Gaullaudet y Clerc en 1817 y, actualmente, es el tercer idioma más hablado en Norteamérica. La relación de Gallaudet con la comunidad sorda se debe al encuentro con Alice Cogswell, una niña sorda que logró llamar la atención del pastor, quien le explicó la relación entre un objeto y el nombre valiéndose de medios como una hoja y lápiz. Este episodio marcaría para siempre la vida de Gallaudet, quien se consagraría a la enseñanza de la comunidad sorda, oficio completamente desconocido en los Estados Unidos para entonces.
Como se indicó anteriormente, fue Europa la que transformó la vida del joven predicador: su viaje a Reino Unido, con la fallida evidencia sobre la enseñanza de sordos bajo el modelo de Braidwood; el encuentro de Sicard y las presentaciones del grupo de la escuela de sordos de París; la adquisición de la lengua de señas francesa; la diferenciación entre el sistema de oralización inglesa y el método de escritura y de señas francés. Todos estos elementos hicieron que el joven Gallaudet regresara a su país con un importante acervo de conocimiento sobre un tema que hasta la fecha era desconocido o poco abordado por los académicos norteamericanos: la enseñanza a la comunidad sorda.
Lo anterior tendría como consecuencia la fundación de la American School for the Deaf (Escuela Americana para Sordos), la expansión de las escuelas de sordos por los Estados Unidos y las primeras generaciones de egresados de las escuelas de la denominada american sign language (ASL). Posteriormente, uno de los hijos de Gallaudet, Edward Miner Gallaudet, fundaría el primer colegio universitario para sordos y, en 1957, la Universidad de Gallaudet, única en su género en el mundo, diseñada para generar estudios superiores a la comunidad sorda norteamericana mediante la ASL como lengua oficial. Como lo señala Payne (2010), la ASL actualmente es usada en todas las esferas de la vida cotidiana, permitiendo una transmisión de conocimientos que atraviesan la ciencia, la cultura y demás escenarios sociales. En especial, ha sido un importante apoyo para las personas con dificultades de audición en los Estados Unidos, para los mayores que han perdido el oído progresivamente y para individuos con discapacidades cognitivas específicas como el autismo. Los ámbitos de interpretación y traducción de esta lengua pasan por la medicina, el derecho, la religión, la administración, entre otros.